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Crónica del último partido
Jugando a crecer

Por Enrique Flor Zapler. Publicado en "El Comercio" durante el año 1994.

El juego es el espacio de las expresiones, de los sentimientos, de los sueños y las ambiciones. La traducción de una alegría o de una frustración mezcladas en un solo instante, y que nunca pasarán al olvido. Son cuatro los años y también cuatro las estrellas. Cada una con significados diferentes.

La primera, tal vez sólo la de integración. Aquella necesidad de formar un grupo de amigos con gustos similares. Fue un debut y una estrella. Con el trago victorioso que daba pie a una fuertísima relación (de amistad, de hermandad) donde el toque despreocupado que enrumbaba al arco rival no era más que el reflejo de nuestra prematura forma de comprender el mundo. Sólo queríamos reir.

Para cuando ganamos la segunda estrella, la llama de esos jóvenes de 19 se encendía cada vez más fuerte. Las increpaciones a los profes de una sociedad incompatible a la de los libros encendían ojos ilusionados. Así, creábamos en tubos de ron la fórmula del mundo justo, gritando frente a embajadas, llorando, estudiando, pero jugando.

Cada vez más crecía aquella fuerza que magnetizaba a esos jóvenes de indistinto color a salir a la calle, a juntarse de arriba a abajo hasta dar rienda suelta a toda aquella represión contenida que cada uno podía sentir. Para aquel entonces la gente de la Facultad de Comunicaciones de la de Lima ya nos conocía, estereotipándonos como un grupito que jugaba bien a la pelota. Nada más. Y nosotros mismos nos la creímos, asumimos algo que no éramos: grandes.

Ganamos la tercera estrella pero sin mayor esfuerzo en la cancha. Y eso que el año anterior habíamos perdido la oportunidad. Ciertos pleitos, ciertos roces entre nosotros devinieron. Como en toda familia. O si no que lo nieguen la mamá de Ken, de Charly, de Uwe, de Beto, de Rubén, de Sandro, de Omar, de Karlo... o la mía.

El simple juego ya no era tan simple. Las luces de la noche eran nuestra brújula y las discusiones una necesidad que sólo la borrachera podía apagar. No nos entendíamos. Parecía que vivíamos realidades distintas, pensábamos diferente.

Ese sentir se tradujo en el terreno de juego. Entreverado, tosco, sin ánimos de reir, recriminando el defecto del compañero en vez de seguir la jugada y apoyarlo. Como antes, cubriéndonos las espaldas. Pero lo que tan alegre había nacido no podía perder su esencia. Ya no sólo estudiábamos, también trabajábamos. No éramos más aquellos chiquillos de 17 que ni se inmutaban ante Dany un niño de 8, que, con sus hermanitos, vendía cigarros en las playas de Lima en medio de la gélida noche.

Nuestros ojos no sólo brillaban tanto, ahora interpretaban una dura realidad. Habíamos aprendido muchas cosas, mas no sólo las instrumentales. No sabíamos si es que nosotros teníamos el poder suficiente como para que un chiquito como Dany tuviera mejores oportunidades que su padre, y sus hijos las de él. Pero de lo que sí estábamos seguros era que la iniciativa estaba de nuestro lado.

Entonces, desde aquel momento, comprendí a lo que estuve jugando siempre: a vivir...

Todo el equipo se encontraba abrazado formando un círculo en la cancha. Era el momento previo para jugar la final, y al igual que la pelada de cachimbo, las felicitaciones de mis padres, el dolor de la partida de mi hermano Igor y el orgullo del primer sueldo, nunca lo olvidaré. "Muchachos quiero romper el hielo, voy a tener un bebé", dijo el cabezón. En ese instante renacía esa fuerza de fútbol alegre que nos motivó a ser amigos en la cancha, en el estudio, en la juerga, en los problemas, en las buenas y en las malas. "¡Vamos muchachos, vamos, vamos a ganar por ese `coquita' que viene en camino!... ¡ra, ra, ra! Y así lo hicimos. Ganamos nuestra mejor estrella, el mejor campeonato.

Comprendía que jugamos a vivir y que habíamos crecido. Que no era nada fácil, pero podíamos hacerlo. Y de lo que ahora siempre estaré seguro es que brotarán sonrisas de mi rostro cuando mis hijos les digan tíos a estos especiales amigos... los Coca Juniors.